lunes, 7 de octubre de 2013

Tormenta


Cautiva mi asombro
ese dios que vocifera en la tormenta
su aliento de resaca
el borbotón enfurecido
de su entraña.

Destellando serpientes de hielo
se avecina,
el trueno brama su calentura
de toro en celo.

La tierra se sacude
desbordan los cauces
que humedecen la ribera de su espalda                    
un tiritón de hembra agita la melena crespa
la hojarasca en la curva de su vientre.

Oscuro animal astado
el viento empuja
                  resopla
                       lame.
                                                                  
Se oye un ronquido de presa
y el temporal se derrama

Llueve.
                            

                              

martes, 23 de julio de 2013

Todo lo Romántico (cuento)


                                            Todo lo romántico


Yo la vi clarito a la Nancy, la vecina de atrás, cuando lo agarró al Fede  en el pasillo antes de salir. Ella lo manoseó y lo apretujó contra la pared. ¿Qué iba’ hacer el pobre? Un hombre es un hombre, dice siempre la abuela. Yo sé que lo que pasa ahora tiene que ver con eso que el Fede le hizo a la Nancy y que ella se buscó porque para qué lo anduvo provocando, que se aguante ahora. Igual me da pena cuando la veo pasar con la panza a punto de reventar y los ojos siempre hinchados de llorar. Y el Fede no le da bola y  qué se le va’ hacer ,  el pobre no está obligado a quererla. En  las cosas del corazón no se puede mandar, dice la abuela, que es un libro abierto porque se leyó todo lo romántico en su juventud. Los Corín Tellado son su mayor tesoro, dice. Y dice también que cuando yo sea un poco más grande me los va’  prestar pero todavía no, porque soy muy chica y no puedo entender algunas cosas. Pero yo sonsa no soy y me doy cuenta igual. De cómo se hacen los hijos lo sé desde el verano pasado porque mi mami se ponía nerviosa cuando los jueves llegaban los pensionistas de la abuela. Beto, el morocho, venía siempre a la pieza de nosotros apenas estacionaba el camión con los cajones. Los otros se iban enseguida a dormir a la piecita de atrás porque al otro día temprano tenían que volver a cargar y salir de nuevo. Pero aunque estuviera reventado, como él decía, el Beto se hacía un ratito para venir a la pieza con nosotros. El Jorgito ni se daba cuenta cuando mi mamá lo sacaba de su cama y  lo pasaba a la mía y si yo protestaba ella me blanqueaba los ojos y levantaba la mano cerrada justo encima de mi cara y yo me lo tenía que aguantar nomás al mocoso que seguro se meaba como siempre. Después mi mami ponía la radio para que no se escuchara cuando el Beto, que estaba gordo y pesado, se ponía arriba de ella hasta que le salía un resoplido como de ahogado y ya está, así se hacen los hijos.  Cuando la panza de mi  mami  empezó a crecer porque adentro estaba la Juliana, el Beto tuvo que cambiar el recorrido y no vino más. Mi abuela decía que él era un grandísimo puerco y mi mami una estúpida. Algo que también aprendí es que  los hijos  también se puedan hacer de parados, como lo hicieron el Fede con la Nancy.  Parece que es más cansador nomás. No sé que hijo tiene la Nancy adentro, si nena o varón pero me gustaría que se parezca al Fede que es tan lindo aunque mi mamá le diga vago de mierda. Yo creo que mi mamá está celosa del Fede, porque él es el más chico y siempre fue la chochera de la abuela. El Fede me cuidaba cuando yo nací y jugaba conmigo y  me acuerdo que me decía ¡ hola mi novia! A mí me encantaba que me dijera mi novia  porque tenía esos ojos re dulces y el pelo largo y un cuerpo flaco y alto. Por eso no me gustó nada que la Nancy se apareciera por el barrio con sus tetas duras bien apretadas y que lo manoseara al Fede en lo oscuro del pasillo. No me gustó porque a mí ni me asoman todavía las tetas y el Fede ya no me dice más mi novia, ni me mira, ni quiere jugar conmigo. Para colmo, tampoco puedo entrar a la pieza de la abuela que se enojó  conmigo porque una siesta le dije a la vecina de adelante que su marido estaba con ella, pero que tenía que esperar porque yo vi que le estaba haciendo un hijo y eso demora un poco, y que yo no sabía bien si iba a ser mi tío o qué.


martes, 16 de julio de 2013


La abuela nos ve,
a la sombra del paraíso
teje y canturrea.

Robar duraznos de las paseras
está prohibido.

La felicidad se ha parecido siempre
al dulce pecado
morder duraznos al sol
la indulgencia de la abuela
su mirada.



domingo, 14 de julio de 2013

Escorpiones (poema)

                      Escorpiones de humo

suben por mi piel
cuando me miras.

No me mires
me andan escorpiones
que vienen de tus ojos

¿Saben tus ojos de los escorpiones
con que miran?

¿Sabrán los escorpiones
que me estás mirando?

Yo sólo los siento andar por mí.
                                      
                                  

viernes, 12 de julio de 2013

A Salvo (poema)

A Salvo


Usted pasa a mi lado
muchas veces
sin mirarme, claro.

Yo lo veo venir
y su sombra,
su perfecta sombra,  que se le adelanta,
acaricia mi cuerpo
despacio.

Nunca llegué a tocarlo
pero ¡cuánto daría!
no con lujuria tocarlo,
sino tocarlo apenas,
con la punta de los dedos,
en la frente
o en la piel de los párpados.

Pero usted y yo sabemos
que el tiempo ha pasado
por temor a arriesgarnos.

Entonces, no me mira,
aunque pasa a mi lado,
ni yo lo he tocado
aunque ¡cuánto daría!

Usted, por distraído
y yo, por compostura.

Estamos a salvo.

miércoles, 10 de julio de 2013

                                        Estrellas      
         El espejo ovalado de la sala le devolvió la imagen de su cuerpo enjuto y grave enfundado en el traje oscuro.
Se acercó para mirarse mejor la cara. La palidez parecía mayor bajo la negrura del bigote que desafiaba la gravedad con sendos rulos aparatosamente enhiestos por delante de las mejillas huesudas. Se mojó la yema de los dedos con un movimiento rápido sobre la lengua y repasó con ambas manos simultáneamente las cejas de pelos enérgicos. Un mohín ridículo con la nariz y ya estuvo: cumplida la inspección.
Salió sin hacer ruido y se dirigió hacia el comedor. El arbolito titilaba los colores correspondientes y la mesa, ornamentada para la ocasión, permanecía en una semipenumbra.  No había nadie, pero no tardarían en llegar.
El tío Adolfo continuó despacito hasta llegar al bargueño.  Miró hacia atrás, vigilante, y sin encender la luz, se sirvió de una botella en un vaso pequeño. Lo tomó de un solo trago y siguió su camino. Al pasar junto al pesebre le propinó una patadita insegura a la vaca que fue a parar junto al niño luego de arrastrar bajo su peso a san José y a un rey mago. Ya en la galería, se apoyó un buen rato sobre la baranda de madera y respiró varias veces como recuperando algo perdido.
Lo vi desde la hamaca, en el jardín. Yo estaba como él: aburrida y limpia, lista para la fiesta.
Le grité, llamándolo, y él se vino conmigo demorando mucho para llegar a causa de sus pasitos cortos de viejo. Lo miré venir hamacándome unas cuántas veces  todavía. Después nos fuimos de la mano hacia atrás de la casa para ver desde el patio a oscuras cómo salían las primeras estrellas.
El tío Adolfo era hermano de mi abuela Ana. Le decían solterón, aunque yo había escuchado en la cocina que en realidad era viudo y que su esposa había muerto muy joven, al poco tiempo de casarse. No tenía hijos y nunca volvió a formar pareja.  Siempre había vivido en esa casa. Antes, con mis abuelos  y desde que la abuela enviudó, hacía también muchos años, los dos hermanos se hicieron compañía envejeciendo con la misma mansedumbre.
- Aquella estrellita de allá, está recién nacida- me dijo al oído, señalando un punto en el cielo.
- ¿Por qué hablás bajito?- pregunté.
- Para no molestar- contestó siempre bajito.
- ¿Molestar a quién?- insistí.
- ¿No sabés que ésta es la hora en la que las estrellas nacen y mueren? Hay que hacer silencio. Por respeto- agregó.
Yo lo miré con desconfianza. Los adultos de la familia no tomaban muy en serio al tío Adolfo.
- Es como un adolescente envejecido- solía decir mamá- : Rebelde, indisciplinado, bromista y burlón.
- ¿En serio me decís?- me estiré todo lo que pude para llegar hasta su oreja.
- Claro. Con algunas cosas no se hacen bromas- contestó sin mirarme.
- Mostrame- pedí.
El tío Adolfo me llevó hasta el rincón en  el que la abuela y él solían sentarse a leer en las siestas de invierno.  Reacomodó las reposeras y nos sentamos.
- Hay que esperar- murmuró haciéndome un gesto de complicidad.
- Allá, allá ¿la viste? Acaba de nacer. Es muy pequeña ¿la viste?- señalaba un lugar que yo no estaba mirando.
- ¿Adónde? ¡No veo nada! – protesté.
- Allá, esa estrella chiquitita de color azulado. Apareció hace un segundo. Tenés que estar muy atenta para sorprenderlas. Son muy rápidas para nacer.
Me quedé mirando una estrellita diminuta que parecía desvanecerse y luego recuperar fuerzas. Era ciertamente muy pequeña y estaba segura de no haberla visto antes.
Pasaron algunos minutos de completo silencio.
- Bienvenido quienquiera que seas- murmuró el tío Adolfo.
- ¿Qué pasó ahora? ¿Qué viste?- me puse de pie y fui hasta su asiento.
- Desapareció una rojiza que estaba aquí arriba ¿te acordás?
Me pareció recordar que en ese lugar hacia donde señalaba el tío, había visto antes una estrella rojiza bastante grande.
-Quiere decir que alguien nació en la tierra. Cuando nace una estrella es porque alguien murió aquí- me explicó en voz baja, sentándome en sus rodillas.
Tenía lógica. ¿Cómo no lo había pensado antes? Entendí aquello de que las personas cuando mueren se van al cielo y se transforman en estrellas. Pero nunca se me había ocurrido que cuando se mueren las estrellas nacen las personas.
Estuvimos un largo rato mirando el cielo. Con respeto por los muertos de arriba y los de abajo. No recuerdo si esa noche pude ver con mis propios ojos cómo aparecía o desaparecía alguna estrella. El tío Adolfo, más acostumbrado, las descubría y me mostraba luego el vacío oscuro o la nueva lucecita palpitante.

Escuché a mamá llamándome desde la casa y le grité que ya íbamos pero me demoré un poco porque tuve que despertar al tío que se quedó dormido y después llevarlo despacito con sus pasos cortos de viejo, tan parecidos a los destellos debiluchos de las estrellas recién nacidas.

domingo, 16 de junio de 2013

Ventana



El cielo ha cerrado sus velos.

Se desnuda la tarde
resbalan sus enaguas
sobre el mundo.

Mi ventana es un ojo ciego.

La luna se ha quedado
                               encerrada en el cielo.
No saldrá por las veredas de la noche
bamboleando su antiguo celo.

Me pregunto qué hará la luna
con su atavío desplegado
y su pena adolescente

Pobre luna
vestida y sin paseo.

Qué hará sin mi ventana

que la mira siempre.

viernes, 14 de junio de 2013

Patria      (uno)

De mi madre y de su madre
llevo el nombre
la desmesura
el color tiznado de los ojos
y una antigua costumbre de naufragio.

Vengo de una casa grande
con mujeres trajinando
(el umbral de moreras guarda las marcas
de mis pasos a la siesta)

Mi madre lloraba como un pájaro de cuento
el agua se escurría de sus ojos
y dibujaba mapas de sal.
Me perdía en ellos
            me perdía.

A veces regreso a la casa como del exilio
me abruma la ausencia
(en mi garganta, entretanto, la memoria
chorrea sus jugos)
busco las marcas
las recorro con la punta de los dedos
y me dejo estar al amparo de su fuerza.

Puerto de sal y moras
la casa de mi madre.


Patria primera.

miércoles, 12 de junio de 2013

Viaje (cuento)



                                       VIAJE

Subió al tren con el niño dormido sobre el hombro. La vimos acomodar a la criatura en el asiento vacío del lado de la ventanilla y ocupar luego el otro, a su lado. Puso la pequeña cabeza oscura sobre su falda y cubrió el cuerpito ovillado con una campera liviana de un color azul desteñido. Apoyó el brazo izquierdo sobre la espalda del pequeño, se recostó  sobre el respaldo de la butaca y cerró los ojos.
Nosotros permanecíamos en nuestros asientos, adormilados por la jornada interminable y el calor aplastante de la siesta.
 Al atardecer un aire fresco comenzó a entrar por las ventanillas abiertas. Olía a lluvia y conversamos sobre eso. Vendría bien un aguacero. Faltaba todavía un largo trecho para llegar. Nos alteraba la perspectiva de permanecer en los mismos incómodos asientos hasta la madrugada, soportando a los niños cansados y llorones.
A lo lejos se divisaron algunas luces desperdigadas y, casi simultáneamente, se encendieron las desvaídas bombillas del tren. Iluminado de ese modo, el espacio que ocupábamos aparentaba una sordidez más contundente aún.
Ella pareció despertar. Con ambas manos se apretó los párpados refregando con saña como si quisiera quitar de sus ojos algún sueño ignominioso.
Excepto las criaturas, que dormían extenuadas, los demás nos quedamos viéndola con el ingenuo interés con que se miran las cosas inevitables, que sólo están en algún punto de la línea de visión. Ella sostuvo nuestra mirada pero enseguida la sustrajo con un gesto desdeñoso que imprimió un movimiento circular a su barbilla. Permaneció de perfil a nosotros contemplando la oscuridad de afuera hasta que el pequeño lloriqueó entre dormido quitándose de encima la improvisada manta con brazaditas ligeras.
Ella lo tomó en sus brazos y acunándolo sobre el pecho logró tranquilizarlo y regresarlo al sueño. La vimos examinarlo largamente mientras con la mano libre le quitaba el cabello de la frente humedecida. Hurgó luego la pequeña nariz y la criatura se revolvió inquieta. Extrajo un moco, o eso creímos, y levantó al niño hasta colocarlo en la curva de su cuello.
Nos pareció que le hablaba al oído, aunque tal vez cantaba, pero no pudimos escucharla porque con el ruido del tren y a esa distancia, era imposible.
          Hasta ese momento nada nos hacía suponer que después cada recuerdo nuestro cobraría tamaña importancia. Los mirábamos porque estaban allí, porque aunque nada nos vinculaba a ellos, mirarlos era menos ineludible que dejar de hacerlo.
Las luces de afuera habían desaparecido y la noche se instaló definitivamente con una negrura compacta. Ya no olía a lluvia pero llovería de todos modos.
Debimos haber dormitado un poco porque no advertimos en qué momento ella reacomodó al pequeño sobre el asiento a su lado, pero así viajaban, dormidos y abrazados cuando transitábamos con la ruta a un lado y la ciudad al otro. El tren parecía más lerdo con los autos pasando a gran velocidad a nuestro costado. En pocos minutos estaríamos entrando a la estación.
Los vimos claramente mientras recogíamos nuestros bultos y abrigábamos a los niños para que el fresco de la madrugada no los enfermara.
Después pensamos que andaría por ahí, en el baño, o asomada a la puerta.
No la vimos irse, debió hacerlo en la confusión de la llegada.
Pero el niño sí estaba. Y aún dormía.


lunes, 10 de junio de 2013

                                                      Domingo
         
           Su cuerpo sabe, percibe el domingo. Ha aprendido a presentirlo sin contar con el almanaque ni con la radio bochincheando bajito, arriba de la heladera, esa audición que antes, cuando todavía estaban todos los que se fueron yendo de modos diferentes, se escuchaba en la casa.  No tiene que ver con el olor a asado llegando desde  los patios del barrio, ni siquiera  con saber  que es domingo cuando es domingo, porque ayer fue sábado y  mañana lunes tiene clase de yoga en el centro de jubilados del barrio.
           Es algo diferente. Como una transición paulatina hacia adentro, hacia el fondo de  ella misma: un ligero cansancio en las piernas, el pecho apretando el aire y esa melancolía errática en los ojos. Sabe que  viene el domingo desde los huesos blandengues e inaccesibles doliendo a oscuras, emancipados del contacto que los escarba para sosegarles el desconsuelo. Por el desamparo de la calle a esa hora,  pero más por su propio destemplado encono, sabe que es domingo otra vez. A pesar de su pesar.
           Por eso y porque ya está vieja para sustentar los desalientos se acomoda el ánimo y participa de la distribución de las horas con rítmica mansedumbre.
           La siesta va alargando la luz desde el borde de la ventana hasta desplegarla completamente sobre las macetas de la galería.  Ocupada en  trajines adentro de la casa, vigila  el avance de la claridad y por el color, a través de  la mampara vidriada, adivina su linaje: de sol, de lluvia, de frío, de viento.          
           Cuando la luminosidad adquiere una tonalidad que sólo ella reconoce, abre la puerta que comunica la sala con el corredor  alumbrado y pone el primer disco en el combinado de madera oscura.
            Hasta que la noche ha avanzado tanto que le cuesta distinguir los baldosones negros y blancos sobre los que desplaza su cuerpo, baila.         
            A pasitos, a aletazos, a gatas, baila. Empecinadamente, baila. Para no morirse, para festejar la luz, para aturdir el dolor y celebrar la vida. Sola en el centro del mundo, con el cuerpo desovillando el tiempo en cada giro, baila.

          El ritual, repetido con porfía, conjura el día y el domingo, exangüe, se doblega.


                                      La Cuna Voladora



Hace muchos años, durante un bochornoso verano, en un pueblito tranquilo del interior de una provincia mediterránea,nació mi madre. Dicen que mientras duró el calor ella permaneció largas horas cada día berreando incómoda en la cuna de mimbre colgada en la galería. Dicen también, que por entonces, mi abuela iba y venía por la casa en un perpetuo trajín que la mantenía ocupada demasiado tiempo lejos de su pequeña. En cada pasada cerca de la niña, empujaba con suavidad la canasta suspendida a la altura de sus brazos y mi madre cesaba su lloriqueo. Con el vaivén se adormecía algunos minutos en el regazo aéreo pero no demoraba en estallar en ruidosas rabietas que mi abuela atendía del mismo modo cada vez.

Muchos años después, y también en verano, fui yo quien experimentó el balanceo de la canasta en la misma galería abierta de la gran casa en la que crecí dorándome al sol durante la infancia.

Mi abuela mecía la cuna aunque ya no trajinaba con el vigor con el que lo había hecho una generación atrás y esa particularidad contribuyó grandemente a que pudiéramos, ella y yo, pasar más tiempo juntas y conocernos mejor. De esa manera yo no lloraba tanto y ella tenía más tiempo para auparme según mis reclamos.

Aprendí a dormir en sus brazos que olvidaban devolverme al dormitorio colgante, sobre el piso amarillo del amplio corredor cubierto de macetones opulentos. Dormía segura, rescatada de la borrachera pendular de la cuna.

Después tuve hijos a los que también dormí sobre mi pecho aunque muy lejos de la vieja casona pueblerina.

Ha pasado el tiempo y ahora, toda vez que puedo, rescato a mis nietos de sus cunas y los duermo entre mis brazos. Entonces, viéndolos dormir seguros y confiados, recuerdo el abrazo de mi abuela, que tornaba invulnerables mis primeros sueños.
Convoco su recuerdo cada vez que me despierta la visión desconsolante de una cuna que vuela con mi madre llorando adentro. Y me esfuerzo, me esfuerzo vanamente para regresar al sueño y recrear el abrazo que me permita rescatarla.

domingo, 9 de junio de 2013

Patria   (dos)

En el patio regado de la infancia
comí los higos más dulces
oscuros genitales de niño
su áspera delicia.
Entonces la patria era no más que eso:
la sencilla felicidad de las tardes
mateando a la sombra,
la roldana del agua
en el pozo del patio.

Mi padre, desde  temprano
trepaba a los andamios
silbando
La patria era mi padre
mirarlo desde abajo
cuidar entre mis manos su almuerzo
poner su vino a la sombra
y esperarlo.

He visto ese viento
sobre el lomo encabritado de la tierra
la dentadura feroz
su dentellada de frío.
No había nada más
sólo el viento en el desierto
y yo.
Me pregunté entonces si lo que sentía
(eso que todavía no puedo nombrar)
era la patria.

Sigo preguntándome lo mismo                              
Tormenta

Cautiva mi asombro
ese dios que vocifera en la tormenta
su aliento de resaca
el borbotón enfurecido
de su entraña.

Destellando serpientes de hielo
se avecina,
el trueno brama su calentura
de toro en celo.

La tierra se sacude
desbordan los cauces
que humedecen la ribera de su espalda                    
un tiritón de hembra agita la melena crespa
la hojarasca en la curva de su vientre.

Oscuro animal astado
el viento empuja
                  resopla
                       lame.
                                                                  
Se oye un ronquido de presa
y el temporal se derrama

Llueve.
                            

                              
Palabra (2)

Ella busca una palabra.

Todo cabe en una palabra
piensa ella.

Se imagina la hebra del comienzo
extraviada en la urdimbre.
La palabra primera.

Desanda en sueños la trama
se hunde en la espesura áspera
pierde el cauce
sube por venas de savia y fuego
desciende a los huesos
se moja en rompientes y naufragios
y finalmente la consigue
pero el sueño la abandona
despierta náufraga en la orilla
sin la palabra.

Ella busca una palabra.

Sabe que si la encuentra
la reconocerá de inmediato
tomará la palabra con la punta de los dedos
soplará sobre el jugo de sus letras
la pondrá en su lengua

y será suficiente.