miércoles, 12 de junio de 2013

Viaje (cuento)



                                       VIAJE

Subió al tren con el niño dormido sobre el hombro. La vimos acomodar a la criatura en el asiento vacío del lado de la ventanilla y ocupar luego el otro, a su lado. Puso la pequeña cabeza oscura sobre su falda y cubrió el cuerpito ovillado con una campera liviana de un color azul desteñido. Apoyó el brazo izquierdo sobre la espalda del pequeño, se recostó  sobre el respaldo de la butaca y cerró los ojos.
Nosotros permanecíamos en nuestros asientos, adormilados por la jornada interminable y el calor aplastante de la siesta.
 Al atardecer un aire fresco comenzó a entrar por las ventanillas abiertas. Olía a lluvia y conversamos sobre eso. Vendría bien un aguacero. Faltaba todavía un largo trecho para llegar. Nos alteraba la perspectiva de permanecer en los mismos incómodos asientos hasta la madrugada, soportando a los niños cansados y llorones.
A lo lejos se divisaron algunas luces desperdigadas y, casi simultáneamente, se encendieron las desvaídas bombillas del tren. Iluminado de ese modo, el espacio que ocupábamos aparentaba una sordidez más contundente aún.
Ella pareció despertar. Con ambas manos se apretó los párpados refregando con saña como si quisiera quitar de sus ojos algún sueño ignominioso.
Excepto las criaturas, que dormían extenuadas, los demás nos quedamos viéndola con el ingenuo interés con que se miran las cosas inevitables, que sólo están en algún punto de la línea de visión. Ella sostuvo nuestra mirada pero enseguida la sustrajo con un gesto desdeñoso que imprimió un movimiento circular a su barbilla. Permaneció de perfil a nosotros contemplando la oscuridad de afuera hasta que el pequeño lloriqueó entre dormido quitándose de encima la improvisada manta con brazaditas ligeras.
Ella lo tomó en sus brazos y acunándolo sobre el pecho logró tranquilizarlo y regresarlo al sueño. La vimos examinarlo largamente mientras con la mano libre le quitaba el cabello de la frente humedecida. Hurgó luego la pequeña nariz y la criatura se revolvió inquieta. Extrajo un moco, o eso creímos, y levantó al niño hasta colocarlo en la curva de su cuello.
Nos pareció que le hablaba al oído, aunque tal vez cantaba, pero no pudimos escucharla porque con el ruido del tren y a esa distancia, era imposible.
          Hasta ese momento nada nos hacía suponer que después cada recuerdo nuestro cobraría tamaña importancia. Los mirábamos porque estaban allí, porque aunque nada nos vinculaba a ellos, mirarlos era menos ineludible que dejar de hacerlo.
Las luces de afuera habían desaparecido y la noche se instaló definitivamente con una negrura compacta. Ya no olía a lluvia pero llovería de todos modos.
Debimos haber dormitado un poco porque no advertimos en qué momento ella reacomodó al pequeño sobre el asiento a su lado, pero así viajaban, dormidos y abrazados cuando transitábamos con la ruta a un lado y la ciudad al otro. El tren parecía más lerdo con los autos pasando a gran velocidad a nuestro costado. En pocos minutos estaríamos entrando a la estación.
Los vimos claramente mientras recogíamos nuestros bultos y abrigábamos a los niños para que el fresco de la madrugada no los enfermara.
Después pensamos que andaría por ahí, en el baño, o asomada a la puerta.
No la vimos irse, debió hacerlo en la confusión de la llegada.
Pero el niño sí estaba. Y aún dormía.