VIAJE
Subió al tren con el
niño dormido sobre el hombro. La vimos acomodar a la criatura en el asiento
vacío del lado de la ventanilla y ocupar luego el otro, a su lado. Puso la
pequeña cabeza oscura sobre su falda y cubrió el cuerpito ovillado con una
campera liviana de un color azul desteñido. Apoyó el brazo izquierdo sobre la
espalda del pequeño, se recostó sobre el
respaldo de la butaca y cerró los ojos.
Nosotros permanecíamos en
nuestros asientos, adormilados por la jornada interminable y el calor
aplastante de la siesta.
Al atardecer un aire fresco comenzó a entrar
por las ventanillas abiertas. Olía a lluvia y conversamos sobre eso. Vendría
bien un aguacero. Faltaba todavía un largo trecho para llegar. Nos alteraba la
perspectiva de permanecer en los mismos incómodos asientos hasta la madrugada,
soportando a los niños cansados y llorones.
A lo lejos se divisaron algunas
luces desperdigadas y, casi simultáneamente, se encendieron las desvaídas
bombillas del tren. Iluminado de ese modo, el espacio que ocupábamos aparentaba
una sordidez más contundente aún.
Ella pareció despertar. Con
ambas manos se apretó los párpados refregando con saña como si quisiera quitar
de sus ojos algún sueño ignominioso.
Excepto las criaturas, que
dormían extenuadas, los demás nos quedamos viéndola con el ingenuo interés con
que se miran las cosas inevitables, que sólo están en algún punto de la línea
de visión. Ella sostuvo nuestra mirada pero enseguida la sustrajo con un gesto
desdeñoso que imprimió un movimiento circular a su barbilla. Permaneció de
perfil a nosotros contemplando la oscuridad de afuera hasta que el pequeño
lloriqueó entre dormido quitándose de encima la improvisada manta con
brazaditas ligeras.
Ella lo tomó en sus brazos y
acunándolo sobre el pecho logró tranquilizarlo y regresarlo al sueño. La vimos
examinarlo largamente mientras con la mano libre le quitaba el cabello de la
frente humedecida. Hurgó luego la pequeña nariz y la criatura se revolvió
inquieta. Extrajo un moco, o eso creímos, y levantó al niño hasta colocarlo en
la curva de su cuello.
Nos pareció que le hablaba al
oído, aunque tal vez cantaba, pero no pudimos escucharla porque con el ruido
del tren y a esa distancia, era imposible.
Hasta ese momento nada nos hacía
suponer que después cada recuerdo nuestro cobraría tamaña importancia. Los
mirábamos porque estaban allí, porque aunque nada nos vinculaba a ellos,
mirarlos era menos ineludible que dejar de hacerlo.
Las luces de afuera habían
desaparecido y la noche se instaló definitivamente con una negrura compacta. Ya
no olía a lluvia pero llovería de todos modos.
Debimos haber dormitado un poco
porque no advertimos en qué momento ella reacomodó al pequeño sobre el asiento
a su lado, pero así viajaban, dormidos y abrazados cuando transitábamos con la
ruta a un lado y la ciudad al otro. El tren parecía más lerdo con los autos
pasando a gran velocidad a nuestro costado. En pocos minutos estaríamos
entrando a la estación.
Los vimos claramente
mientras recogíamos nuestros bultos y abrigábamos a los niños para que el
fresco de la madrugada no los enfermara.
Después pensamos que
andaría por ahí, en el baño, o asomada a la puerta.
No la vimos irse,
debió hacerlo en la confusión de la llegada.
Pero el niño sí estaba. Y aún
dormía.