domingo, 16 de junio de 2013

Ventana



El cielo ha cerrado sus velos.

Se desnuda la tarde
resbalan sus enaguas
sobre el mundo.

Mi ventana es un ojo ciego.

La luna se ha quedado
                               encerrada en el cielo.
No saldrá por las veredas de la noche
bamboleando su antiguo celo.

Me pregunto qué hará la luna
con su atavío desplegado
y su pena adolescente

Pobre luna
vestida y sin paseo.

Qué hará sin mi ventana

que la mira siempre.

viernes, 14 de junio de 2013

Patria      (uno)

De mi madre y de su madre
llevo el nombre
la desmesura
el color tiznado de los ojos
y una antigua costumbre de naufragio.

Vengo de una casa grande
con mujeres trajinando
(el umbral de moreras guarda las marcas
de mis pasos a la siesta)

Mi madre lloraba como un pájaro de cuento
el agua se escurría de sus ojos
y dibujaba mapas de sal.
Me perdía en ellos
            me perdía.

A veces regreso a la casa como del exilio
me abruma la ausencia
(en mi garganta, entretanto, la memoria
chorrea sus jugos)
busco las marcas
las recorro con la punta de los dedos
y me dejo estar al amparo de su fuerza.

Puerto de sal y moras
la casa de mi madre.


Patria primera.

miércoles, 12 de junio de 2013

Viaje (cuento)



                                       VIAJE

Subió al tren con el niño dormido sobre el hombro. La vimos acomodar a la criatura en el asiento vacío del lado de la ventanilla y ocupar luego el otro, a su lado. Puso la pequeña cabeza oscura sobre su falda y cubrió el cuerpito ovillado con una campera liviana de un color azul desteñido. Apoyó el brazo izquierdo sobre la espalda del pequeño, se recostó  sobre el respaldo de la butaca y cerró los ojos.
Nosotros permanecíamos en nuestros asientos, adormilados por la jornada interminable y el calor aplastante de la siesta.
 Al atardecer un aire fresco comenzó a entrar por las ventanillas abiertas. Olía a lluvia y conversamos sobre eso. Vendría bien un aguacero. Faltaba todavía un largo trecho para llegar. Nos alteraba la perspectiva de permanecer en los mismos incómodos asientos hasta la madrugada, soportando a los niños cansados y llorones.
A lo lejos se divisaron algunas luces desperdigadas y, casi simultáneamente, se encendieron las desvaídas bombillas del tren. Iluminado de ese modo, el espacio que ocupábamos aparentaba una sordidez más contundente aún.
Ella pareció despertar. Con ambas manos se apretó los párpados refregando con saña como si quisiera quitar de sus ojos algún sueño ignominioso.
Excepto las criaturas, que dormían extenuadas, los demás nos quedamos viéndola con el ingenuo interés con que se miran las cosas inevitables, que sólo están en algún punto de la línea de visión. Ella sostuvo nuestra mirada pero enseguida la sustrajo con un gesto desdeñoso que imprimió un movimiento circular a su barbilla. Permaneció de perfil a nosotros contemplando la oscuridad de afuera hasta que el pequeño lloriqueó entre dormido quitándose de encima la improvisada manta con brazaditas ligeras.
Ella lo tomó en sus brazos y acunándolo sobre el pecho logró tranquilizarlo y regresarlo al sueño. La vimos examinarlo largamente mientras con la mano libre le quitaba el cabello de la frente humedecida. Hurgó luego la pequeña nariz y la criatura se revolvió inquieta. Extrajo un moco, o eso creímos, y levantó al niño hasta colocarlo en la curva de su cuello.
Nos pareció que le hablaba al oído, aunque tal vez cantaba, pero no pudimos escucharla porque con el ruido del tren y a esa distancia, era imposible.
          Hasta ese momento nada nos hacía suponer que después cada recuerdo nuestro cobraría tamaña importancia. Los mirábamos porque estaban allí, porque aunque nada nos vinculaba a ellos, mirarlos era menos ineludible que dejar de hacerlo.
Las luces de afuera habían desaparecido y la noche se instaló definitivamente con una negrura compacta. Ya no olía a lluvia pero llovería de todos modos.
Debimos haber dormitado un poco porque no advertimos en qué momento ella reacomodó al pequeño sobre el asiento a su lado, pero así viajaban, dormidos y abrazados cuando transitábamos con la ruta a un lado y la ciudad al otro. El tren parecía más lerdo con los autos pasando a gran velocidad a nuestro costado. En pocos minutos estaríamos entrando a la estación.
Los vimos claramente mientras recogíamos nuestros bultos y abrigábamos a los niños para que el fresco de la madrugada no los enfermara.
Después pensamos que andaría por ahí, en el baño, o asomada a la puerta.
No la vimos irse, debió hacerlo en la confusión de la llegada.
Pero el niño sí estaba. Y aún dormía.


lunes, 10 de junio de 2013

                                                      Domingo
         
           Su cuerpo sabe, percibe el domingo. Ha aprendido a presentirlo sin contar con el almanaque ni con la radio bochincheando bajito, arriba de la heladera, esa audición que antes, cuando todavía estaban todos los que se fueron yendo de modos diferentes, se escuchaba en la casa.  No tiene que ver con el olor a asado llegando desde  los patios del barrio, ni siquiera  con saber  que es domingo cuando es domingo, porque ayer fue sábado y  mañana lunes tiene clase de yoga en el centro de jubilados del barrio.
           Es algo diferente. Como una transición paulatina hacia adentro, hacia el fondo de  ella misma: un ligero cansancio en las piernas, el pecho apretando el aire y esa melancolía errática en los ojos. Sabe que  viene el domingo desde los huesos blandengues e inaccesibles doliendo a oscuras, emancipados del contacto que los escarba para sosegarles el desconsuelo. Por el desamparo de la calle a esa hora,  pero más por su propio destemplado encono, sabe que es domingo otra vez. A pesar de su pesar.
           Por eso y porque ya está vieja para sustentar los desalientos se acomoda el ánimo y participa de la distribución de las horas con rítmica mansedumbre.
           La siesta va alargando la luz desde el borde de la ventana hasta desplegarla completamente sobre las macetas de la galería.  Ocupada en  trajines adentro de la casa, vigila  el avance de la claridad y por el color, a través de  la mampara vidriada, adivina su linaje: de sol, de lluvia, de frío, de viento.          
           Cuando la luminosidad adquiere una tonalidad que sólo ella reconoce, abre la puerta que comunica la sala con el corredor  alumbrado y pone el primer disco en el combinado de madera oscura.
            Hasta que la noche ha avanzado tanto que le cuesta distinguir los baldosones negros y blancos sobre los que desplaza su cuerpo, baila.         
            A pasitos, a aletazos, a gatas, baila. Empecinadamente, baila. Para no morirse, para festejar la luz, para aturdir el dolor y celebrar la vida. Sola en el centro del mundo, con el cuerpo desovillando el tiempo en cada giro, baila.

          El ritual, repetido con porfía, conjura el día y el domingo, exangüe, se doblega.


                                      La Cuna Voladora



Hace muchos años, durante un bochornoso verano, en un pueblito tranquilo del interior de una provincia mediterránea,nació mi madre. Dicen que mientras duró el calor ella permaneció largas horas cada día berreando incómoda en la cuna de mimbre colgada en la galería. Dicen también, que por entonces, mi abuela iba y venía por la casa en un perpetuo trajín que la mantenía ocupada demasiado tiempo lejos de su pequeña. En cada pasada cerca de la niña, empujaba con suavidad la canasta suspendida a la altura de sus brazos y mi madre cesaba su lloriqueo. Con el vaivén se adormecía algunos minutos en el regazo aéreo pero no demoraba en estallar en ruidosas rabietas que mi abuela atendía del mismo modo cada vez.

Muchos años después, y también en verano, fui yo quien experimentó el balanceo de la canasta en la misma galería abierta de la gran casa en la que crecí dorándome al sol durante la infancia.

Mi abuela mecía la cuna aunque ya no trajinaba con el vigor con el que lo había hecho una generación atrás y esa particularidad contribuyó grandemente a que pudiéramos, ella y yo, pasar más tiempo juntas y conocernos mejor. De esa manera yo no lloraba tanto y ella tenía más tiempo para auparme según mis reclamos.

Aprendí a dormir en sus brazos que olvidaban devolverme al dormitorio colgante, sobre el piso amarillo del amplio corredor cubierto de macetones opulentos. Dormía segura, rescatada de la borrachera pendular de la cuna.

Después tuve hijos a los que también dormí sobre mi pecho aunque muy lejos de la vieja casona pueblerina.

Ha pasado el tiempo y ahora, toda vez que puedo, rescato a mis nietos de sus cunas y los duermo entre mis brazos. Entonces, viéndolos dormir seguros y confiados, recuerdo el abrazo de mi abuela, que tornaba invulnerables mis primeros sueños.
Convoco su recuerdo cada vez que me despierta la visión desconsolante de una cuna que vuela con mi madre llorando adentro. Y me esfuerzo, me esfuerzo vanamente para regresar al sueño y recrear el abrazo que me permita rescatarla.

domingo, 9 de junio de 2013

Patria   (dos)

En el patio regado de la infancia
comí los higos más dulces
oscuros genitales de niño
su áspera delicia.
Entonces la patria era no más que eso:
la sencilla felicidad de las tardes
mateando a la sombra,
la roldana del agua
en el pozo del patio.

Mi padre, desde  temprano
trepaba a los andamios
silbando
La patria era mi padre
mirarlo desde abajo
cuidar entre mis manos su almuerzo
poner su vino a la sombra
y esperarlo.

He visto ese viento
sobre el lomo encabritado de la tierra
la dentadura feroz
su dentellada de frío.
No había nada más
sólo el viento en el desierto
y yo.
Me pregunté entonces si lo que sentía
(eso que todavía no puedo nombrar)
era la patria.

Sigo preguntándome lo mismo                              
Tormenta

Cautiva mi asombro
ese dios que vocifera en la tormenta
su aliento de resaca
el borbotón enfurecido
de su entraña.

Destellando serpientes de hielo
se avecina,
el trueno brama su calentura
de toro en celo.

La tierra se sacude
desbordan los cauces
que humedecen la ribera de su espalda                    
un tiritón de hembra agita la melena crespa
la hojarasca en la curva de su vientre.

Oscuro animal astado
el viento empuja
                  resopla
                       lame.
                                                                  
Se oye un ronquido de presa
y el temporal se derrama

Llueve.
                            

                              
Palabra (2)

Ella busca una palabra.

Todo cabe en una palabra
piensa ella.

Se imagina la hebra del comienzo
extraviada en la urdimbre.
La palabra primera.

Desanda en sueños la trama
se hunde en la espesura áspera
pierde el cauce
sube por venas de savia y fuego
desciende a los huesos
se moja en rompientes y naufragios
y finalmente la consigue
pero el sueño la abandona
despierta náufraga en la orilla
sin la palabra.

Ella busca una palabra.

Sabe que si la encuentra
la reconocerá de inmediato
tomará la palabra con la punta de los dedos
soplará sobre el jugo de sus letras
la pondrá en su lengua

y será suficiente.