lunes, 10 de junio de 2013

                                                      Domingo
         
           Su cuerpo sabe, percibe el domingo. Ha aprendido a presentirlo sin contar con el almanaque ni con la radio bochincheando bajito, arriba de la heladera, esa audición que antes, cuando todavía estaban todos los que se fueron yendo de modos diferentes, se escuchaba en la casa.  No tiene que ver con el olor a asado llegando desde  los patios del barrio, ni siquiera  con saber  que es domingo cuando es domingo, porque ayer fue sábado y  mañana lunes tiene clase de yoga en el centro de jubilados del barrio.
           Es algo diferente. Como una transición paulatina hacia adentro, hacia el fondo de  ella misma: un ligero cansancio en las piernas, el pecho apretando el aire y esa melancolía errática en los ojos. Sabe que  viene el domingo desde los huesos blandengues e inaccesibles doliendo a oscuras, emancipados del contacto que los escarba para sosegarles el desconsuelo. Por el desamparo de la calle a esa hora,  pero más por su propio destemplado encono, sabe que es domingo otra vez. A pesar de su pesar.
           Por eso y porque ya está vieja para sustentar los desalientos se acomoda el ánimo y participa de la distribución de las horas con rítmica mansedumbre.
           La siesta va alargando la luz desde el borde de la ventana hasta desplegarla completamente sobre las macetas de la galería.  Ocupada en  trajines adentro de la casa, vigila  el avance de la claridad y por el color, a través de  la mampara vidriada, adivina su linaje: de sol, de lluvia, de frío, de viento.          
           Cuando la luminosidad adquiere una tonalidad que sólo ella reconoce, abre la puerta que comunica la sala con el corredor  alumbrado y pone el primer disco en el combinado de madera oscura.
            Hasta que la noche ha avanzado tanto que le cuesta distinguir los baldosones negros y blancos sobre los que desplaza su cuerpo, baila.         
            A pasitos, a aletazos, a gatas, baila. Empecinadamente, baila. Para no morirse, para festejar la luz, para aturdir el dolor y celebrar la vida. Sola en el centro del mundo, con el cuerpo desovillando el tiempo en cada giro, baila.

          El ritual, repetido con porfía, conjura el día y el domingo, exangüe, se doblega.

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