miércoles, 10 de julio de 2013

                                        Estrellas      
         El espejo ovalado de la sala le devolvió la imagen de su cuerpo enjuto y grave enfundado en el traje oscuro.
Se acercó para mirarse mejor la cara. La palidez parecía mayor bajo la negrura del bigote que desafiaba la gravedad con sendos rulos aparatosamente enhiestos por delante de las mejillas huesudas. Se mojó la yema de los dedos con un movimiento rápido sobre la lengua y repasó con ambas manos simultáneamente las cejas de pelos enérgicos. Un mohín ridículo con la nariz y ya estuvo: cumplida la inspección.
Salió sin hacer ruido y se dirigió hacia el comedor. El arbolito titilaba los colores correspondientes y la mesa, ornamentada para la ocasión, permanecía en una semipenumbra.  No había nadie, pero no tardarían en llegar.
El tío Adolfo continuó despacito hasta llegar al bargueño.  Miró hacia atrás, vigilante, y sin encender la luz, se sirvió de una botella en un vaso pequeño. Lo tomó de un solo trago y siguió su camino. Al pasar junto al pesebre le propinó una patadita insegura a la vaca que fue a parar junto al niño luego de arrastrar bajo su peso a san José y a un rey mago. Ya en la galería, se apoyó un buen rato sobre la baranda de madera y respiró varias veces como recuperando algo perdido.
Lo vi desde la hamaca, en el jardín. Yo estaba como él: aburrida y limpia, lista para la fiesta.
Le grité, llamándolo, y él se vino conmigo demorando mucho para llegar a causa de sus pasitos cortos de viejo. Lo miré venir hamacándome unas cuántas veces  todavía. Después nos fuimos de la mano hacia atrás de la casa para ver desde el patio a oscuras cómo salían las primeras estrellas.
El tío Adolfo era hermano de mi abuela Ana. Le decían solterón, aunque yo había escuchado en la cocina que en realidad era viudo y que su esposa había muerto muy joven, al poco tiempo de casarse. No tenía hijos y nunca volvió a formar pareja.  Siempre había vivido en esa casa. Antes, con mis abuelos  y desde que la abuela enviudó, hacía también muchos años, los dos hermanos se hicieron compañía envejeciendo con la misma mansedumbre.
- Aquella estrellita de allá, está recién nacida- me dijo al oído, señalando un punto en el cielo.
- ¿Por qué hablás bajito?- pregunté.
- Para no molestar- contestó siempre bajito.
- ¿Molestar a quién?- insistí.
- ¿No sabés que ésta es la hora en la que las estrellas nacen y mueren? Hay que hacer silencio. Por respeto- agregó.
Yo lo miré con desconfianza. Los adultos de la familia no tomaban muy en serio al tío Adolfo.
- Es como un adolescente envejecido- solía decir mamá- : Rebelde, indisciplinado, bromista y burlón.
- ¿En serio me decís?- me estiré todo lo que pude para llegar hasta su oreja.
- Claro. Con algunas cosas no se hacen bromas- contestó sin mirarme.
- Mostrame- pedí.
El tío Adolfo me llevó hasta el rincón en  el que la abuela y él solían sentarse a leer en las siestas de invierno.  Reacomodó las reposeras y nos sentamos.
- Hay que esperar- murmuró haciéndome un gesto de complicidad.
- Allá, allá ¿la viste? Acaba de nacer. Es muy pequeña ¿la viste?- señalaba un lugar que yo no estaba mirando.
- ¿Adónde? ¡No veo nada! – protesté.
- Allá, esa estrella chiquitita de color azulado. Apareció hace un segundo. Tenés que estar muy atenta para sorprenderlas. Son muy rápidas para nacer.
Me quedé mirando una estrellita diminuta que parecía desvanecerse y luego recuperar fuerzas. Era ciertamente muy pequeña y estaba segura de no haberla visto antes.
Pasaron algunos minutos de completo silencio.
- Bienvenido quienquiera que seas- murmuró el tío Adolfo.
- ¿Qué pasó ahora? ¿Qué viste?- me puse de pie y fui hasta su asiento.
- Desapareció una rojiza que estaba aquí arriba ¿te acordás?
Me pareció recordar que en ese lugar hacia donde señalaba el tío, había visto antes una estrella rojiza bastante grande.
-Quiere decir que alguien nació en la tierra. Cuando nace una estrella es porque alguien murió aquí- me explicó en voz baja, sentándome en sus rodillas.
Tenía lógica. ¿Cómo no lo había pensado antes? Entendí aquello de que las personas cuando mueren se van al cielo y se transforman en estrellas. Pero nunca se me había ocurrido que cuando se mueren las estrellas nacen las personas.
Estuvimos un largo rato mirando el cielo. Con respeto por los muertos de arriba y los de abajo. No recuerdo si esa noche pude ver con mis propios ojos cómo aparecía o desaparecía alguna estrella. El tío Adolfo, más acostumbrado, las descubría y me mostraba luego el vacío oscuro o la nueva lucecita palpitante.

Escuché a mamá llamándome desde la casa y le grité que ya íbamos pero me demoré un poco porque tuve que despertar al tío que se quedó dormido y después llevarlo despacito con sus pasos cortos de viejo, tan parecidos a los destellos debiluchos de las estrellas recién nacidas.