Estrellas
El espejo ovalado de la sala le
devolvió la imagen de su cuerpo enjuto y grave enfundado en el traje oscuro.
Se acercó para mirarse mejor la cara. La
palidez parecía mayor bajo la negrura del bigote que desafiaba la gravedad con
sendos rulos aparatosamente enhiestos por delante de las mejillas huesudas. Se
mojó la yema de los dedos con un movimiento rápido sobre la lengua y repasó con
ambas manos simultáneamente las cejas de pelos enérgicos. Un mohín ridículo con
la nariz y ya estuvo: cumplida la inspección.
Salió sin hacer ruido y se dirigió hacia el
comedor. El arbolito titilaba los colores correspondientes y la mesa,
ornamentada para la ocasión, permanecía en una semipenumbra. No había nadie, pero no tardarían en llegar.
El tío Adolfo
continuó despacito hasta llegar al bargueño.
Miró hacia atrás, vigilante, y sin encender la luz, se sirvió de una
botella en un vaso pequeño. Lo tomó de un solo trago y siguió su camino. Al
pasar junto al pesebre le propinó una patadita insegura a la vaca que fue a
parar junto al niño luego de arrastrar bajo su peso a san José y a un rey mago.
Ya en la galería, se apoyó un buen rato sobre la baranda de madera y respiró
varias veces como recuperando algo perdido.
Lo vi desde la
hamaca, en el jardín. Yo estaba como él: aburrida y limpia, lista para la
fiesta.
Le grité,
llamándolo, y él se vino conmigo demorando mucho para llegar a causa de sus
pasitos cortos de viejo. Lo miré venir hamacándome unas cuántas veces todavía. Después nos fuimos de la mano hacia
atrás de la casa para ver desde el patio a oscuras cómo salían las primeras
estrellas.
El tío Adolfo era hermano de mi abuela Ana.
Le decían solterón, aunque yo había escuchado en la cocina que en realidad era
viudo y que su esposa había muerto muy joven, al poco tiempo de casarse. No
tenía hijos y nunca volvió a formar pareja.
Siempre había vivido en esa casa. Antes, con mis abuelos y desde que la abuela enviudó, hacía también
muchos años, los dos hermanos se hicieron compañía envejeciendo con la misma
mansedumbre.
- Aquella estrellita de allá, está recién
nacida- me dijo al oído, señalando un punto en el cielo.
- ¿Por qué hablás bajito?- pregunté.
- Para no molestar- contestó siempre
bajito.
- ¿Molestar a quién?- insistí.
- ¿No sabés que ésta es la hora en la que
las estrellas nacen y mueren? Hay que hacer silencio. Por respeto- agregó.
Yo lo miré con desconfianza. Los adultos de
la familia no tomaban muy en serio al tío Adolfo.
- Es como un adolescente envejecido- solía
decir mamá- : Rebelde, indisciplinado, bromista y burlón.
- ¿En serio me decís?- me estiré todo lo
que pude para llegar hasta su oreja.
- Claro. Con algunas cosas no se hacen
bromas- contestó sin mirarme.
- Mostrame- pedí.
El tío Adolfo me llevó hasta el rincón
en el que la abuela y él solían sentarse
a leer en las siestas de invierno.
Reacomodó las reposeras y nos sentamos.
- Hay que esperar- murmuró haciéndome un
gesto de complicidad.
- Allá, allá ¿la viste? Acaba de nacer. Es
muy pequeña ¿la viste?- señalaba un lugar que yo no estaba mirando.
- ¿Adónde? ¡No veo nada! – protesté.
- Allá, esa estrella chiquitita de color
azulado. Apareció hace un segundo. Tenés que estar muy atenta para sorprenderlas.
Son muy rápidas para nacer.
Me quedé mirando una estrellita diminuta
que parecía desvanecerse y luego recuperar fuerzas. Era ciertamente muy pequeña
y estaba segura de no haberla visto antes.
Pasaron algunos minutos de completo
silencio.
- Bienvenido quienquiera que seas- murmuró
el tío Adolfo.
- ¿Qué pasó ahora? ¿Qué viste?- me puse de
pie y fui hasta su asiento.
- Desapareció una rojiza que estaba aquí
arriba ¿te acordás?
Me pareció recordar que en ese lugar hacia
donde señalaba el tío, había visto antes una estrella rojiza bastante grande.
-Quiere decir que alguien nació en la
tierra. Cuando nace una estrella es porque alguien murió aquí- me explicó en
voz baja, sentándome en sus rodillas.
Tenía lógica. ¿Cómo no lo había pensado
antes? Entendí aquello de que las personas cuando mueren se van al cielo y se
transforman en estrellas. Pero nunca se me había ocurrido que cuando se mueren
las estrellas nacen las personas.
Estuvimos un largo rato mirando el cielo.
Con respeto por los muertos de arriba y los de abajo. No recuerdo si esa noche
pude ver con mis propios ojos cómo aparecía o desaparecía alguna estrella. El
tío Adolfo, más acostumbrado, las descubría y me mostraba luego el vacío oscuro
o la nueva lucecita palpitante.
Escuché a mamá llamándome desde la casa y
le grité que ya íbamos pero me demoré un poco porque tuve que despertar al tío
que se quedó dormido y después llevarlo despacito con sus pasos cortos de
viejo, tan parecidos a los destellos debiluchos de las estrellas recién
nacidas.